martes, 17 de julio de 2007

XII-Derechos comunales sobre los pastos de la Serena-Siglo XVIII

Los derechos comunales suelen quedar oscurecidos en los trabajos de historia agraria por el peso de los baldíos, propios y (tierras) comunales. Como tantas veces, lo tangible eclipsa lo intangible (pero no menos importante). Para la doctrina jurídica actual, sin embargo, los derechos son también bienes (bienes muebles, claro, como lo son las acciones), y como tales forman parte --junto con los citados antes-- del patrimonio de los municipios, o del conjunto de los vecinos.

Chozo


Más importante, los derechos comunales pueden constituir una pieza fundamental en la vida económica de determinadas localidades, a costa de imponer servidumbres muy gravosas a los "propietarios". Aunque resultan más cambiantes y escurridizos de lo que al historiador le gustaría, su importancia económica puede ser muy superior a la de los propios bienes raíces. Así ocurre en el caso que presento a vuestra atención: el de los derechos comunales sobre los pastos de la Real Dehesa de la Serena, que he podido estudiar para el siglo XVIII.

La Real dehesa de La Serena.

En el curso del siglo XVIII, los vecinos de las dieciocho villas del partido de La Serena (La capital, Villanueva de la Serena, y Zalamea, Monterrubio, Campanario, Castuera, Cabeza del Buey, Magacela , Sancti-Spiritus, Benquerencia , Esparragosa de la Serena, La Coronada, Quintana, Higuera, Malpartida, La Haba, El Valle, Esparragosa de Lares y La Guarda), pugnaron por convertir sus derechos de aprovechamiento sobre la que fue Real Dehesa de La Serena --un enorme pastizal del maestrazgo de la orden de Alcántara hasta su venta iniciada en 1744--en la base firme de undesarrollo ganadero local. Los pueblos debieron vivir desde muy antiguo de la especialización ganadera. El paisaje estepario de La Serena suelos pizarrosos frágiles, precipitaciones relativamente abundantes, vastísimas llanuras apenas rotas por unas cuantas sierras bajas y un sinfin de regatos y charcas remite a una dedicación ganadera antigua. Tras la conquista cristiana a comienzos del siglo XIII, es entregada a las órdenes militares de Alcántara y el Temple; tras algunos avatares, el núcleo de los pastos quedaría adscrito al maestrazgo de la orden de Alcántara (administrado por tanto a beneficio de la real Hacienda), constituyendo lo que se llamó la real dehesa de La Serena.


Con una extensión cercana a las ciento ochenta mil hectáreas, los pastos de invernada de la real dehesa contaban con reputación de ser de los mejores de Extremadura.

Desde al menos el siglo XVI venían siendo disfrutados por ganados de trashumantes serranos, que al menos desde el segundo tercio del XVII lo compartían con la cabaña del monasterio del Escorial, y desde comienzos del XVIII cada vez más con algunos grandes ganaderos instalados en Madrid. En 1744, el marqués de la Ensenada promueve la venta de estos pastos, en una operación que con el tiempo se ampliaría a dehesas de otras órdenes militares y otras comarcas de Extremadura y La Mancha.
Las ventas, se liquidan prácticamente en una década (coincidiendo además con el ministerio de Ensenada). Este ritmo revela que los precios de venta --225 rs. por cabeza de cuerda, resultado de capitalizar al 2% una renta de 4,5 rs.cabeza/año—resultaban atractivos, especialmente para una nueva hornada de potentados trashumantes instalados en Madrid, en los que la liquidez y las conexiones políticas iban aparejadas a la necesidad de yerbas para unas cabañas en crecimiento. Las lista de estos compradores --encabezada por el marqués de Perales que desembolsó más de 17 millones de reales, seguido por el monasterio de El Escorial, con casi 13 millones y medio-- está repleta de nobles de título reciente, de origen funcionarial o financiero, radicados en su mayoría en Madrid.

Marqués de la Ensenada

La venta de la real dehesa iba a cambiar el equilibrio entre los distintos protagonistas de su aprovechamiento. La Corona, que antes la arrendaba directamente , iría cediendo paulatinamente el papel de propietario a los compradores, aunque conservaría el de juez y árbitro en los conflictos. Los antiguos arrendadores de las yerbas -- muchos de ellos medianos propietarios sorianos y segovianos—quedaban apartados a medida que los compradores, ganaderos en su inmensa mayoría, iban tomando posesión de las dehesas. Salvo los que se apuntaron a las compras, el resto debió sufrir de entrada una renegociación al alza de la renta y posteriormente un rosario de desahucios que les obligaron a buscar nuevas tierras donde acomodar sus ganados, en unos momentos en que la presión sobre los existentes no lo hacía precisamente fácil.

Herramientas de los pastores

Los ganaderos de los pueblos de La Serena debieron ver la operación en principio como una grave amenaza: las condiciones de venta apuntaban hacia una propiedad más excluyente y unos propietarios más rigurosos en su defensa que el maestre de Alcántara.

Así, el marqués de Perales solicita en su oferta:
"que le han de pertenecer los millares de esta postura con absoluto dominio, propiedad, perpetuidad y goce desde la próxima invernada deste presente año" (condición 8)

Sin embargo, antes de vender alguien en el gobierno pensó que podría aumentarse el valor de los pastos si se prolongase la invernada un mes. Así se solicitó a los pueblos: si hemos de fiarnos de los papeles conservados, la negociación resultó sorprendentemente rápida: la orden real de buscar el acuerdo es de 7 de marzo de 1744; diez días más tarde las villas han otorgado poderes a su representante y el 13 de abril se firma la concordia entre la Hacienda y las villas, ratificada por real decreto de 3 de abril. Para cualquiera que sepa de las dilaciones habituales en cualquier procedimiento de la época, estos dos meses son un lapso sorprendentemente breve. Ambas partes creían haber obtenido beneficio: la Hacienda que podía vender unos pastos de invernada prolongados hasta el 15 de abril (frente al 15 de marzo en que acababa antes); las villas, que amén de otras ventajas menores, se aseguraban que si no bastaran los propios y baldíos para la invernada de sus ganados, el Rey (mientras mantenga la propiedad) o los compradores han de garantizarles las yerbas que necesiten de la dehesa hasta completar la tercera parte. Es decir, la preferencia o reserva de hasta un tercio de los pastos de invernada (unas 81.000 cabezas de cuerda), a precio tasado, aunque cuando los compradores carecían de ganados propios los trashumantes conservaban posesión.

Esto incluye capacidad plena para venderla o traspasarla a su antojo, entrar ganados acogidos una vez iniciada la invernada y, también poner guardas con capacidad para "prender, prendar y denunciar ante las justicias del territorio", y la exención del derecho de la tercera parte si pastaba las yerbas con ganados propios (algo que, aunque se le concede, no podrá aplicar por ir contra los derechos pactados por las villas) que serían titulares colectivamente, pues "si algunas villas no lo necesitaren, lo han de poder gozar otras, que tengan necesidad"

Bienes y derechos comunales en La Serena en el siglo XVIII

Los patrimonios concejiles de los pueblos del partido de La Serena se originan --como es habitual-- en su reconquista cristiana, en este caso en el marco de las campañas de Fernando III en Extremadura entre los años 1227 y 1236. Además de las encomiendas en que se dividió la comarca, las villas obtienen para su sostén ejidos, dehesas boyales y baldíos de disfrute vecinal, a los que se sumaban otras posesiones entregadas a tres comunidades: una de siete villa encabezada por Magacela, otra de cinco con Benquerencia a la cabeza y una última de tres en la sierra de Lares. Otra porción de tierras (incluyendo quizá parte de las anteriores) fue cedida por el maestre de Alcántara como propios a los concejos.
En cuanto a sus dimensiones, aún no estoy en condiciones de precisarlas, pero según los datos del interrogatorio de 1791 los propios y comunes de los pueblos ocupaban al menos unas 50.000 cabezas de cuerda, a las que habría que añadir al menos otras 25.000 en tierras de las comunidades de villas.

Se trata de una extensión considerable, en parte dedicada a la labranza, que permitiría explicar por qué durante mucho tiempo los pueblos pudieron convivir sin problemas con una real dehesa ocupada casi exclusivamente por trashumantes.
Si esta somera descripción de la formación de los patrimonios municipales es tan pobre en detalles como falta de sorpresas, más complicado resulta reconstruir el origen de los derechos comunales de los pueblos de la Serena si pretende uno hacerlo con el solo apoyo de la bibliografía.
Tampoco los documentos del XVIII manejados aportan más allá de algunas indicaciones vagas y poco fiables.


Ovejas de la Serena

A falta de una filiación completa, podemos al menos establecer cuál era la situación de estos derechos de aprovechamiento comunal en La Serena tal y como queda tras la negociación de la concordia de 1744 con la Corona:
a) el derecho llamado de baldiaje permitía la entrada de los ganados de los vecinos en parte de los pastos (102 de los 243 millares, conocidos como "ancho y baldío de La Serena") una vez acabada la invernada(15 de abril) , de forma gratuita hasta San Miguel (29 de septiembre). La concordia hace extensivo este derecho a buena parte de los 141 millares restantes, con la salvedad de algunas dehesas donde se limita el aprovechamiento a un mes (hasta 15 de mayo), atendiendo a salvaguardar las encinas que allí crecían.
b) derecho de yantar y aguas, que permitía ampliar el disfrute anterior hasta el 18 de octubre contra el pago de un canon y cuyo origen parece ser una antigua servidumbre que permitía a los vecinos cruzar y hasta demorarse algo en los pastizales mientras llevaban a abrevar sus rebaños. En la concordia se negocia expresamente que puedan beneficiarse de él también las piaras de cerdos.
c) preferencia de vecinos frente a forasteros para arrendar las dehesas propios y baldíos de cada término, que se subrogaría en los demás pueblos del partido en el caso de que los locales carecieran de ganados con los que ocupar los pastos.
d) preferencia de los vecinos para el arriendo de bellota y montaneras, así como de los agostaderos cerrados (aquellos exceptuados del baldiaje largo)
e) por último, pero en absoluto menos importante, lo que se dio en llamar derecho de tercera parte se traducía en el reconocimiento a los vecinos de las 18 villas de prioridad a la hora de arrendar para uso propio, a precio tasado, los pastos de invernada y tierras de labor de la real dehesa. Ese derecho se hacía efectivo nada más (y nada menos) que sobre un tercio de la extensión de la dehesa, unos 81 millares, lo más cercanos posible a las poblaciones .

Un catálogo breve, quizá no del todo completo (pues existían derechos a recoger leña en las dehesas, y algunos otros ), pero que sin duda recoge aquellos que los pueblos --y tal vez la Hacienda-- consideraron de mayor entidad económica, y mayor potencial conflictivo. Los orígenes de todos estos derechos distan de estar claros, y determinar su evolución exigiría un esfuerzo importante, aunque creo que la documentación lo permite. Empezando por el hecho que desencadena la concordia de 1744, la fecha de fin de la invernada (15 de marzo) no parece haber sido "tradicional". En el arriendo de estas yerbas firmado en 1552 por un grupo de ganaderos segovianos, la estancia de los ganados se extiende hasta mediados de abril, o incluso a fin de este mes (aunque desde
mediados de marzo podían entrar los ganados que tenían reservados los agostaderos) . Al yantar y aguas parece referirse también este contrato como uso vigente en La Serena.

En cambio, todo indica que la reserva de la tercera parte databa a lo sumo de la década de 1720 quizá con algún antecedente anterior, y era mucho más limitada en principio: Serrano alude a reservas impuestas en el arrendamiento de las yerbas en 1546, pero o no se cifraba su extensión o se limitaba a 22.000 cabezas.

Según exponían los mesteños en 1725, el supuesto derecho se reducía a que Villanueva y las villas del partido alegaban que "desde inmemorial tiempo estaban en posesión de dárseles para labor y pasto la tierra que han necesitado de la Real Dehesa"; con posterioridad al reinado de Carlos II , debido a la decadencia de sus ganados, dejaron de acudir como tales pueblos a los arrendamientos , y sólo lo hicieron algunos vecinos a título particular, que se hicieron con hasta 31.148 cabezas de pasto. Ahora, alegando que no les bastaba, pretenden que se les reserve la tercera parte de las yerbas.


FelipeV.
Aunque el Consejo de Castilla había acabado por apoyar la reclamación de los pueblos, la aplicación venía resultando muy conflictiva: los mesteños que tenían la posesión de los millares no estaban dispuestos a cederla por las buenas; los más privilegiados (el Infante Cardenal, o El Escorial) intentaban directamente eximirse; se solicitaban --y se realizaban-- complejas averiguaciones,del número de ganados, habitantes y extensión de los propios de los pueblos; éstos, por su parte , quizá encizañados por los trashumantes, pugnaban entre sí, aduciendo agravios en la valoración de su cabaña o los propios del vecino.
Cuando en 1735 Felipe V aprueba la asignación de tercera parte, los trashumantes aún consiguen un año de demora, pretextando que un desahucio inmediato les dejaría sin tiempo para procurarse nuevas yerbas.
De lo que no cabe duda es que los vecinos (mejor dicho, los ganaderos riberiegos presentes en los concejos) consideraban esta reserva de pastos mucho más valiosa que el baldiaje. De ahí que renunciaran a éste sin mayores aspavientos cuando se lo propusieron. El núcleo de la concordia de 1744 es precisamente este trueque. En su condición tercera establecía que si no bastaran los propios y baldíos para la invernada de los ganados de los vecinos, el Rey (mientras mantenga la propiedad) o los compradores en su caso habían de garantizarles las hierbas necesarias de la dehesa hasta cumplir la tercera parte, que es la misma "que de mucho tiempo a esta parte gozan algunos vecinos". Antes la condición segunda garantizaba a los vecinos de cada pueblo (y subsidiariamente los de los demás) preferencia frente a los forasteros para arrendar las dehesas de su término , aunque esta condición parece limitarse a los agostaderos.
La concordia consagra, por tanto, "una situación de cuasi condominio entre los propietarios y los municipios, al menos desde el punto de vista del disfrute".
La mejor prueba de que esta situación satisfacía el grueso de las necesidades de los ganaderos locales es que los vecinos de La Serena renunciaron a pujar por los pastos, pese a que nada les impedía hacerlo, como lo prueban un puñado de pujas iniciales en las subastas, que no tendrían continuidad.

La pugna por los derechos

En estas circunstancias, no era difícil prever que los conflictos iban a menudear. La mayoría se encaminan hacia los tribunales --lo que nos ha dejado una voluminosa herencia de papeles--, pero no debemos olvidar que tras los litigios hay hechos a veces violentos: incendios más o menos intencionados, pastores que vigilan armados sus rebaños --y se niegan a dejarse desarmar por los jueces--, guardas que tratan de prendar ovejas en pago de multas, desahucios que no llegan a realizarse, recogidas de leña calificadas de robo, prisiones de pastores o de guardas. La cronología de estas disputas tiene dos hitos importantes en los reglamentos para regular los aprovechamientos dictados por el marqués de los Llanos en 1755 y (el más importante) por Manuel Ventura Figueroa en 1760.
Los antecedentes cercanos --especialmente el pleito sostenido contra la Mesta en relación con la tercera parte debieron poner sobre aviso a los compradores.
Sin duda por ello incluyen en las cláusula de sus ofertas detalles minuciosos que garanticen disfrutar de los aprovechamientos.
Incluso intentan eximirse de la obligación de ceder pastos en concepto de tercera parte, y de hecho consiguen que mientras queden dehesas sin vender sean éstas (y por tanto la Hacienda y los posesioneros de esos pastos) las afectadas. También para defenderse de las pretensiones de los vecinos intentan, cuando es posible, comprar los agostaderos de las fincas (lo que demuestra que, pese a las declaraciones de las escrituras, lo que compraban en realidad eran sólo los pastos de invernada).
La mejor prueba de que sabían lo que se les venía encima fue la petición, formulada por Herrero de Ezpeleta en que se nombre un juez particular y privativo, alegando que "las causas de denunciaciones serán frecuentes, ya entre los mismos ganaderos, ya entre éstos
y los vecinos de las villas, porque siendo éstas populosas y situadas en las inmediaciones de las dehesas es sumamente difícil en la práctica evitar todos los inconvenientes que resultan de cortes de leña, introducción de ganados y otros excesos semejantes"
El futuro juez tendrá amplia jurisdicción civil y criminal en primera instancia, con inhibición de otras, incluida la Mesta.
Trabajo no le iba a faltar: entre los papeles del juzgado se acumulan más de trescientos procesos incoados entre 1744 a 1835. A la implantación de este juzgado alude en 1791 el magistrado de la Audiencia A. Cubeles como dato importante para entender la situación de La Serena, pues priva a los pueblos de jurisdicción, y consecuentemente "de arbitrio para ampliar sus goces, a el paso que se aumentan de día en día sus vecinos y la aplicación y deseos de adelantar la industria en labores, plantíos y ganados sin términos para ellos"
Buena parte de los expedientes giran en torno al derechos de tercera parte y en ellos los
marqueses de Perales y el monasterio de El Escorial aparecen una y otra vez como partes. La otra, los pastores o ganaderos de La Serena. Veamos algunos ejemplos:
En 1746, poco después de que la marquesa de Perales tomara posesión de sus dehesas, se suceden una serie de incendios --tenemos noticias de tres al menos-- en la dehesa del Bercial y la de los Valverdes. En ésta, el fuego prende en septiembre de 1746 en varios lugares distintos. Los acusados son los mayorales de unos ganaderos de Villanueva, que se dice tenían costumbre de "encender los manchones donde hay cardillo para entrar a pastarlo con sus ganados"; incapaz de probarle nada, el juez sentencia simplemente que "se publique bando para que nadie encienda cigarro en el campo ni en las eras ni en otro paraje, ni en las mieses, ni cerca de ellas, de fin de evitar el que se emprenda fuego en dichas mieses y pastos"
En el mes de octubre el fuego prende en la dehesa del Bercial, que ya había ardido en agosto; de nuevo son acusados unos pastores, a los que se indicia de culpables por haberse dado a la fuga cuando se les fue a detener. Quizá fuera coincidencia, pero al dueño del ganado le habían aprehendido poco antes 1.300 ovejas y cabras pastando indebidamente en estas dehesas.
El año anterior, el intento de Perales de juzgar a un vecino de Castuera a quien sus guardias habían capturado con un pie de encina recién talado desembocan en un grave conflicto de jurisdicciones; las justicias de Castuera se niegan a ceder su jurisdicción al juzgado privativo, alegando que ésta no les afecta ni anula la competencia que siempre han tenido sobre cortes de leñas y daños de pastos. El mismo conflicto se había suscitado meses antes con Coronada.
Un conflicto parecido de jurisdicciones surge en 1755 cuando el marqués de Perales intenta que la ejecución de los bienes de unos vecinos de La Haba que le debían dinero del arrendamiento de bellota y agostaderos del Bercial. El abogado de Perales denuncia de nuevo la "clara coaligación entre dicho alcalde [ordinario de La Haba], sus parientes y demás hacendados de dicha villa, impeditiva a que la parte de dicho señor Marqués cobre lo que legítimamente se le está debiendo".
Otro incidente surge en 1756 al hilo del derecho de yantar y aguas, de nuevo en la dehesa del Bercial. Uno de los guardas del marqués de Perales denuncia que ha descubierto en las dehesas los días dos y tres de octubre hasta cinco hatos de ovejas, propiedad de vecinos de Cabeza del Buey, que suman un total de 4.610 cabezas (amén de 70 vacas de propina). Cuando el 6 de octubre, con orden del juez privativo acude a la dehesa para ejecutar la expulsión de los ganados, el número de hatos ha subido a diez, con 5.710 cabezas. Cuando se les requiere que abandonen las majadas, todos responden lo mismo: no lo harán sin orden de sus amos. El guarda de Perales, junto con el escribano que levantó el acta, y su orden del juez privativo, se dirigen a la villa de Cabeza del Buey para pedir auxilio a la justicia. El alcalde ordinario dice que tiene que consultarlo, tras lo cual –podemos imaginar todo el ir y venir que hubo en Cabeza del Buey esa tarde-- les convoca al ayuntamiento. Este se reúne a la mañana siguiente (con la asistencia de dos abogados, por si uno no fuera bastante) y presenta su propia versión de la situación: sus vecinos tienen "justo título" para "gozar los pastos y beber las aguas en todo el sitio de La Serena y agostaderos cerrados" desde San Miguel de Septiembre a San Lucas, "y no limitadamente para llantar las aguas como diminutamente se ha entendido", y así lo han hecho de doscientos años a esta parte. Por eso, tienen recurrido el reglamento de 1755 donde se ordena cerrar la dehesa del Bercial , y como el recurso está pendiente, "debían mandar y mandaron se suspenda el cumplimiento de dicho despacho para evitar no sólo el quebrantamiento de dichos reales privilegios, sino también la ruina que estos vecinos padecerían en la expulsión". El subrayado es del original, y revela el asombro ante un ayuntamiento que manda suspender una orden judicial.
Debió llover sobre mojado, pues al gobernador de La Serena, el coronel Juan Domingo de Azedo, que actuaba desde Villanueva como juez subdelegado, no se le ocurre otra cosa que adjuntar los papeles al expediente, y sugerir a Perales que reclame sus derechos en Madrid, ante el Marqués de los Llanos, consejero de Castilla y titular del juzgado privativo. Se reconoce Azedo impotente ante la pertinaz desobediencia de las autoridades de Cabeza del Buey, confiesa que carece de medios para imponerse. A Perales esto de los medios le interesa, y solicita a Llanos que dé "facultad para usar en caso necesario del auxilio de fuerza militar" (estamos hablando de desalojar ovejas, pero también pastores armados:
Perales quizá exageraba, pero no deliraba).
Llanos desoye la petición, pero vuelve a emitir un severísimo requerimiento a las autoridades de Cabeza del Buey para que colaboren con la justicia, con amenaza de graves penas. ¿La respuesta ?.
Cuando les llega el despacho de Llanos , ya en septiembre de 1757, dicen "que suena librado por su Ilustrísima", pero que como no es original firmado de su mano, sino una mera copia... que no, que no obedecen "dicho llamado despacho".
La cosa se prolonga en octubre de ese año con una expedición de guardas de Perales --tres a caballo y hasta seis más a pie--, acompañados de escribano, que van incautando ovejas como prenda a los rebaños que encuentran la dehesa: acaban conduciendo a Villanueva, fuertemente custodiadas, poco más de 300 cabezas. Curiosamente, esta vez ni una sola es de los de Cabeza del Buey, sino del vecino Monterrubio. Y aún así a fines de octubre Azedo ordena que se devuelvan las ovejas incautadas, tras otorgar fianzas.
He escogido estos ejemplos para mostrar cómo la pugna había adquirido dimensiones considerables, empujada por la actitud decidida de los ganaderos locales, claramente respaldada por las autoridades municipales (que son en buena parte ellos mismos). El estudio detallado de los expedientes permitirá entender mejor la evolución y desenlace de estas disputas. Me interesa subrayar, en todo caso, que la partida no estaba ganada de antemano por los compradores, y que las autoridades --divididas, muchas veces, pues no actúa igual el gobernador de La Serena, que el juez privativo en Madrid, ni tampoco el administrador de la real dehesa, dependiente de la Hacienda, ni por descontado las justicias y ayuntamientos de los pueblos-- se ponían siempre de su parte. El mejor ejemplo, como veremos es la actuación de Ventura Figueroa cuando sucedió a Llanos en el cargo de juez privativo conservador de la real dehesa.
La clave del arco de todo el conflicto, sin embargo, estaba en la regulación del derecho de tercera parte. Es el motivo de las mayores disputas, como reconoce el el reglamento de 1760. Y si antes de 1744 fueron los pueblos los que sufrieron las prácticas dilatorias y los recursos judiciales de los trashumantes, la concordia de 1744 y muy presumiblemente la experiencia adquirida propiciaron un cambio de papeles, en el que los ganaderos locales --especialmente los de los núcleos más pujantes, como Cabeza del Buey, Castuera o Campanario-- van a aprovechar la combinación de resistencia continuada y recurso permanente a los tribunales para defender sus intereses. La presencia de dos abogados en el concejo de Cabeza del Buey, resaltada antes, es todo menos casual.

La determinación del volumen de tierras de que cada uno de los pueblos debía disfrutar en razón de tercera parte resultaba complicada, pues debían tenerse en cuenta tanto el tamaño de las respectivas cabañas como las yerbas de que disponía en calidad de propios y comunes, e incluso las que los vecinos tenían arrendadas como particulares. Averiguar todos estos extremos resultó complicado. Un primer reparto, en 1740 (antes de la concordia) determinó las necesidades totales de los pueblos (a los que se reconocía una cabañas de 337.477 cabezas en 58.781 cabezas de cuerda de pastos y otras 6.843 cabezas en tierras de labor. Como se ve, no se llegaba a las 81.000 cabezas del total de la tercera parte, que era el tope.

Desde entonces hasta 1747 el gobernador de La Serena ordenaba la asignación concreta de millares a cada pueblo, procurando que fueran de los más cercanos al lugar. En 1747, sin embargo, se ponen en marcha el procedimiento que será habitual para la asignación: una junta anual de los representantes de los pueblos en Villanueva, donde declarasen las variaciones en sus cabañas y propios, así como los desahucios que iban produciéndose, para ajustar los totales. En estas juntas arrancan con mal pie --nueve de las dieciocho villas no comparecen a la primera-- pero serán escenario importante de las disputas.

Las complicaciones del reparto no facilitaban las cosas: los pueblos tenían derecho a la tercera parte, pero se resistían a declarar con precisión la extensión de las yerbas de que disponían. Los compradores con ganados propios habían pactado que no se les obligase a ceder yerbas para la tercera parte mientras quedasen suficientes sin vender (es decir, los primeros desalojados serían los arrendatarios). Además, la cuestión de qué partidas estaban más cercanas a los pueblos era disputada.

Cuando algún pueblo no tenía necesidad de todas las yerbas asignadas, los demás podían subrogarse en su derecho, pero debían demostrar la necesidad (y la asignación era provisional y reversible). Todo ello significaba desahucios, que debían ejecutarse con determinados plazos y formalidades. Por último, hay que recordar que la reserva de la tercera parte implicaba también una tasa del precio, la misma que negociaron en 1745 los posesioneros de La Serena: 4,5 reales por cabeza por la invernada, pero cuando empezó a afectar a las tierras enajenadas, los propietarios pretendieron renegociar el precio. Es fácil imaginar la complicación del asunto, directamente proporcional al volumen de las alegaciones y pleitos tramitados.
Para tratar de poner orden se dictaron reglamentos sucesivos, uno en 1755 (que sustituía a unas reglas dictadas en 1749), y otro en 1760. La escasa vigencia de los primeros es el mejor indicio de su pobre eficacia. Un somero análisis del de1755, redactado por el marqués de los Llanos, permite advertir por qué: sencillamente, pretendía imponer los intereses de una de las partes: los compradores.

El arranque del reglamento no puede ser más significativo: una virulenta denuncia de la sistemática desobediencia de los pueblos, que subarriendan a forasteros las yerbas que se les asignan como tercera parte, y arriendan también sus propios y baldíos (a mayor precio que el tasado). Sentado esto, lo que siguen son una serie de regulaciones favorables a los trashumantes, especialmente los compradores de la real dehesa: permite que los ganados forasteros puedan demorarse diez o doce días después del 15 de abril, en tiempo de rigurosas lluvias y nieves, para evitar daños a sus rebaños.

El aprovechamiento gratuito de los agostaderos se limita a los 102 millares del ancho y baldío de La Serena; el yantar y aguas debe ceñirse exclusivamente a las yerbas aún propiedad de la real Hacienda, y no a las ya enajenadas , se refuerza la preferencia de los vecinos para arrendar los propios y baldíos de los pueblos (pero también la prohibición de subarrendarlos), que no puedan reclamar yerbas de tercera parte hasta demostrar tener ocupados esos propios y baldíos, así como que no se pueda repartir en concepto de tercera parte posesiones de extensión inferior a un millar (mil cabezas de cuerda, lo que limita el acceso individual de los pequeños ganaderos).

Otras disposiciones --limitación de la porción que puede labrarse a un décimo de las tierras de tercera parte, sobre la vigilancia de los robos del fruto de bellota, prohibición de sacar leña seca de los montes sin licencia expresa de los dueños y prohibición de entrar cerdos a gozar de la espiga en las tierras de tercera parte que estén sembradas-- refuerzan la idea de que este reglamento era ante todo una carta de derechos de los compradores. Hasta la tasa de los pastos de tercera parte (4,5 rs/cabeza) se formula recalcando que no han de poder pedir rebajas. Con todo, la cuestión crucial no aparece explicitada en 1755, pero sí en el reglamento de 1760: el que la reserva de la tercera parte se realizase íntegramente. Los pueblos querían los 81 millares, y los compradores trataban de regateárselos. Manuel Ventura Figueroa, consejero de Castilla, con fama de inteligente y buen jurista (al menos así le reputaba Campomanes, que no se caracterizaba precisamente por la generosidad de sus juicios) había recibido el encargo de La Serena en octubre de 1758. No debió tardar mucho en hacerse cargo de la situación, a la que pronto imprimió un giro. Para empezar, mandó a las partes elegir representantes y acudir a Madrid, donde mantuvo con ellos una serie de reuniones para discutir las peticiones que le habían formulado por escrito.

Luego, propició acuerdos que plasmó en el reglamento de 1760, que aunque dice que viene sólo a recoger lo que ya estaba en la normativa anterior, en realidad aclara y zanja con rotundidad las cuestiones principales en litigio. Se trata de una norma arbitral, que da en muchos sentidos la razón a las reclamaciones de los vecinos, pero también ofrece a todos un marco ordenado y claro donde desenvolverse. No hay enormes novedades en este reglamento, pero sí algunas sustanciales. Significativamente, el preámbulo resulta mucho más equilibrado que el de 1755, repartiendo entre los pueblos, los compradores y los posesioneros la responsabilidad de la inobediencia de las normas y los recursos y pleitos impertinentes. Las novedades en la parte dispositiva son clave: la primera y fundamental sienta el derecho de los pueblos a disfrutar íntegramente de la tercera parte (las 81.166 cabezas), siempre que demostrase en las juntas anuales que tenían necesidad de los pastos (lo que no era difícil, capítulo 1º). En segundo lugar, dejaba muy claro que bajo ningún concepto los compradores, pese a las condiciones de sus escrituras, pueden quedar exentos de contribuir con sus tierras a la tercera parte, tengan o no ganados propios (cap. 2º).

Tercero: el incumplimiento de lo pactado (especialmente, si algún vecino subarrendaba los pastos asignados, como se había demostrado que hacían), además de una fuerte multa de 500 ducados, supondría para ese pueblo la pérdida de "su derecho a las yerbas" (cap. 5º). Cuarta novedad es que en lo sucesivo se convocaba a los compradores de los millares a la junta anual de asignación de la tercera parte, "para que expongan y contradigan lo que contra su derecho se conferenciase" (cap. 7º). Por lo demás, buena parte de los capítulos repetían, con mucha mayor claridad, lo estipulado en 1744 y 1755: confirma la tasa de 4,5 rs/cabeza, aclara el yantar y aguas, confirma el derecho de los vecinos a sacar leña seca, pero pagando un canon a los dueños en reconocimiento del dominio, regula las juntas del reparto, las condiciones en que puedan subrogarse otros pueblos cuando uno no necesite las yerbas, etc..

El mejor síntoma de que el reglamento funcionó es que el trabajo en el juzgado privativo cayó en picado: si entre 1745 y 1763 se ventilaron más de 228 expedientes (no todos son pleitos, pero sí la mayoría), de ahí hasta 1808 fueron menos de dos al año.

El mismo hecho de que no se reformase el reglamento es claro síntoma de la solidez del arreglo. Un arreglo, hay que decirlo, que era esencialmente una victoria de los pueblos, pero aceptable para los compradores.

Es cierto que todavía en 1760 se planteó un litigio importante a propósito de la tasación de los pastos de tercera parte. En un contexto de precios en fuerte ascenso, los propietarios intentan, al menos, asegurarse una remuneración mayor, mientras que los pueblos se aferran a la tasa de 4,5 reales por cabeza, claramente por debajo del mercado.
El pleito se prolongó hasta 1770, y finalmente el Consejo sólo admitió que si los propietarios no estaban conformes pudieran solicitar que se aplicara la tasa general, 6 rs./cabeza como mucho, que ya entonces resultaba también inferior a los precios de mercado

Reflexiones finales

Resulta excesivo hablar de conclusiones para un trabajo en fase de elaboración, pero sí quiero apuntar algunas ideas al hilo de este caso de La Serena que pudieran servir para planteamientos más generales de la cuestión. La primera se refiere al desenlace de las pugnas. El relato de la lucha de los pueblos por sus comunales suele pintarse como la historia de un despojo paulatino e inexorable por parte de los poderosos, llámense Corona, señores feudales u oligarquías locales (sueltos o combinados). Sin embargo, lo relatado revela que en La Serena, en este momento al menos, los vecinos no sólo consiguieron defenderse de los embates de los compradores trashumantes –que a su vez tenían aspiraciones legítimas a una propiedad plena de lo que habían comprado—sino que muy probablemente lograron ampliar sus recursos batallando, en los tribunales pero también en las majadas, por unos derechos que poco tenían de tradicionales. A falta de un estudio más detallado, pueden avanzarse un par de datos: el primero, el progresivo aumento de la extensión de tierras reservadas en calidad de tercera parte: si cuando antes de 1724 los vecinos arrendaban unas 31.000 cabezas en la real dehesa, la asignación de 1740 suma ya un total de 58.781 cabezas, en 1748 (tras la firma de la concordia) suman 77.030 ( y otras 16.737 en propios “sobrantes” de la villa de Zalamea), pero tras el reglamento de 1760 , van a conseguir derechos sobre el tercio íntegro de la real dehesa (81.166), en su práctica totalidad sobre tierras ya vendidas por la Hacienda

Otro indicio no menos fiable del éxito de las villas, es no sólo un considerable aumento de población, de unos 24.800 habitantes en 1748 a unos 30.400 en 1787, superior incluso a la media de Extremadura, sino sobre todo el incremento de la cabaña ganadera, para la que contamos con numerosos recuentos. Si antes de la venta de las dehesas, y limitándonos sólo al ganado ovino, se contaban como propiedad de los vecinos de las villas poco más de 200.000 cabezas, estas habían caído en 1748 a unas 153.000 (los testimonios hablan de una grave mortandad en estos años), pero posteriormente (y hablamos de que los repartos de la tercera parte comienzan a hacerse efectivos a partir de 1740, pero aumentan en la segunda mitad de la década) el crecimiento es continuo: unas 180.000 cabezas en 1755, según el Catastro de Ensenada , y más de 240.00 en 1791, según el interrogatorio de la Audiencia.

Unas cifras que, además, apuntan a que las yerbas de tercera parte no bastaban por sí solas a garantizar el sustento de los rebaños, aunque constituyeran uno de sus pilares. Es cierto que habría que depurar estas cifras, pues los datos de población no encajan del todo con otros del vecindario de Ensenada (1759), y la cabaña en conjunto crece menos, aunque la ovina en particular sí lo hace notablemente, pero como indicio creo que es verosímil. En todo caso, si estoy en lo cierto, si existe este crecimiento y puede vincularse al éxito en la lucha por los pastos, estaríamos ante una disputa que no ganan los –en principio—más fuertes, sino los retratados habitualmente como víctimas: los vecinos de los pueblos.

A este respecto hay que decir también que soy de sobra consciente de que, aunque hasta aquí he hablado de los pueblos y los vecinos como un todo, los que llevaron la voz cantante y se beneficiaron de verdad del acceso a estos pastos fueron, como es sabido, los grandes propietarios ganaderos —grandes en sus pueblos, medianos al lado de los trashumantes--, quienes además dominaban los ayuntamientos. El magistrado Cubeles denuncia en su informe de 1791 las facciones y conflictos en la elección de oficios concejiles, de que "resulta la falta de equidad en los repartimientos de yerbas, bellotas y tierras comunes de labor" y añade luego que el asunto es más grave donde los regidores son perpetuos, "siendo regularmente los mas poderosos y de más ganados ".

El hecho es archiconocido y difícilmente podría expresarse mejor que lo hizo Fermín Caballero en 1864.

Las relaciones juradas de los vecinos de La Serena, detallando uno por uno cuántas cabezas poseían, permiten comprobarlo, aunque también matizar. A falta de un vaciado minucioso, la comparación del número de propietarios de ganado en 1740 con el vecindario de 1748 muestra que casi el 40% de los vecinos tenían algún tipo de animal, aunque fuera sólo algún cerdo, un caballo, unos bueyes o mulas. En cambio los dueños de lanar --principales beneficiarios de la tercera parte-- eran muchos menos, unos 300 (menos del 5% de los vecinos), y de ellos, sólo unos 57 poseían rebaños de más de 1.000 cabezas, aunque acumulaban la mitad de las 187.000 ovejas propiedad de vecinos. La desigualdad del reparto es más visible en localidades más pequeñas, como Sancti-Spiritus (122 vecinos), donde un sólo propietario con 3.500 cabezas acumulaba el 67% de las ovejas del pueblo. Situaciones parecidas se dan en Magacela, La Guarda, Coronada o La Higuera. Sin embargo, en las villas de más actividad ganadera y mayor vecindario --las únicas que superan los 500 vecinos-- la situación era más matizada.

Vecinos, propietarios y cabaña lanar en cuatro villas de La Serena. La situación de Villanueva es una ejemplo de un número grande de propietarios de ganado: son sobre todo 239 hogares que tienen entre uno y cinco cochinos, a veces además alguna vaca, un caballo o alguna oveja, pero a menudo sólo eso. Cabeza del Buey, en cambio, es un caso peculiar de fuerte especialización en lanar, pero sobre todo con un núcleo amplio de propietarios de más de mil cabezas, compatible además con la existencia de otros muchos propietarios medianos y pequeños (compárese por ejemplo con Castuera).

A donde quiero ir a parar es que esta distribución de la cabaña pudo ser muy útil para alimentar un sentimiento de comunidad, especialmente frente a forasteros poderosos. De ahí que que en la resistencia frente a los compradores mesteños (señalados una y otra vez como el enemigo de los vecinos), participara un número mucho más amplio de vecinos, que –manipulados por los poderosos locales pero también beneficiados en sus intereses, aunque fueran menudos como la posibilidad de entrar sus cerdos en las dehesas, o recoger leña, o labrar la porción de las tierras de tercera parte donde estaba permitido-- hicieron suya la defensa de los derechos comunes. Derechos, además, que pese a las disputas entre los pueblos, debieron generar también sentimientos de comunidad entre las 18 villas, que actúan en muchos casos en común y coordinadamente. De hecho, uno de los rasgos más llamativos de este conflicto es cuan- do a menudo se presenta como una manifestación de lucha entre los vecinos y los forasteros, en una muestra más de un "localismo" económico que es parte muy arraigada de la "economía moral" de los campesinos preindustriales y aún de muchas mentalidades contemporáneas.

Hay que subrayar también que la actitud de las autoridades estatales no es monolítica: aunque tienden a favorecer los derechos de los compradores (el reglamento de 1755 es quizá el mejor ejemplo, pero hay más), no renuncian en ocasiones a criticar sus pretensiones, como hace el Gobernador en 1761, proponiendo a Madrid que se multe y persiga a los propietarios que intenten desahuciar de las yerbas a vecinos sin tener ellos necesidad de ocuparlas con ganados propios.
Más importante, a menudo ponen coto a estas. En este sentido, parece obvio recordar que la resistencia de los pueblos a través de los tribunales no tendría continuidad si éstos no le hubieran dado la razón en repetidas ocasiones (con la tasa del pasto, el refuerzo de la tercera parte, consintiéndoles también a ellos dilaciones), al menos tantas como se las quitaron. En general, parece que los representantes de la Hacienda –el administrador de la real dehesa—tendían a favorecer a los compradores, como también el gobernador de
La Serena, en su calidad de juez privativo subdelegado. En cambio, desde Madrid,
el propio juez delegado (un consejero de Castilla: primero el marqués de los Llanos, luego M.Ventura Figueroa) actúa de forma más equilibrada, como también los consejos de Castilla o Hacienda cuando deben sentenciar. Sin duda, los pueblos se vieron favorecidos en sus pretensiones por la difusión de lo que se ha llamado la “crítica antimesteña de la Ilustración”, que iba calando desde mediados de siglo entre los funcionarios y políticos. El tono del magistrado Cubeles en 1791 es quizá menos virulento que el de Larruga o Campomanes, pero no menos antimesteño.

También viene esta historia de La Serena a resaltar la importancia de ese patrimonio intangible pero en ocasiones muy significativo económicamente que son los derechos comunales. No sería difícil, partiendo de alguna serie de precios de pastos, calcular los beneficios directos que para los ganaderos locales supuso el acceso seguro –en una época de presión sobre la tierra—y barato –en un momento de costes crecientes—a los pastos de invernada que, no lo olvidemos, eran con mucho el principal coste de las explotaciones ganaderas. De esos beneficios, obviamente, sería bueno descontar las minutas de los abogados, que no debieron ser pequeñas. Ese cálculo revelaría hasta que punto el derecho de tercera parte se convirtió en un importante activo económico para los pueblos, y especialmente sus vecinos más ricos. Y conviene poner este hecho en relación con la dotación de tierras colectivos –ejidos, propios, dehesas boyales, comunales de varios pueblos—que era relativamente pobre, y que posiblemente hubiera sufrido un desgaste en épocas anteriores a la estudiada: retratar sólo esta evolución, sin subrayar lo que supuso el reforzamiento de los derechos nos llevaría a conclusiones desenfocadas.

Para terminar, y en relación con lo anterior, me parece importante resaltar que los derechos –y también las tierras comunales—no son un dato fijo, sino que cambian a lo largo del tiempo. Aunque se vistan con el ropaje de lo tradicional (y así se hayan pintado a menudo), tienen mucho de tradición reinventada y negociada de forma casi permanente. En ese sentido, resulta curioso comprobar cómo la memoria de estos derechos, muy disputados aún en pleno XIX, se ha perdido hoy totalmente en La Serena, carentes ya de todo papel económico.

La indefinición de baldíos, realengos, propios y comunales, pero también fincas privadas, tienen mucho que ver con esa dinámica, en la que los trasvases de una
categoría a otra son muy frecuentes, como se ha señalado a menudo. Mi impresión, sin embargo, es que este proceso no refleja ninguna tendencia marcada a largo plazo –digamos, privatización creciente a lo largo de los siglos modernos, o conversión de comunales en propios, restricciones cada vez mayores a los usos comunales—sino que la evolución se mueve al compás de flujos y reflujos, que deben explicarse a escala local más que regional, y que tienen que ver con los flujos y reflujos de las coyunturas de expansión o depresión y las cambiantes correlaciones de fuerza que en ellas se establecen.

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